Una de las cuestiones que más me han motivado a la hora de crear este podcast es la posibilidad de conectar con personas como tú y poder ayudarles.
Ofrecer una herramienta útil para afrontar la incertidumbre que todos vivimos hoy. Sabía que para poder hacerlo, tendría que aceptar cuestiones como las que vamos tratar hoy. Narrar y compartir mi experiencia y la de las personas que me rodean a través de este formato te permite aportar un plus a lo que compartes. No puedes ocultarte detrás de una máscara.
Esto supone en cierto modo desnudarte ante tu audiencia para compartir cuestiones como las que hoy voy a compartir contigo.
En el capítulo anterior os traje el momento que supuso un antes y un después para una persona que, gracias a su generosidad y pasión por lo que hacía. El relato que a continuación voy a compartir contigo está basado en un momento que supuso un antes y un después para mi. Un hecho real que me permitió acceder a uno de los mayores aprendizajes que he tenido como empresario, sobre lo que es crear una empresa, tener éxito y sentir la vergüenza del fracaso al mismo tiempo.
Como comento, son hechos basados en la realidad. La dura realidad que me tocó vivir hace poco más de 10 años y hoy, por primera vez, tengo la fuerza, seguridad y deseo de compartirlo contigo.
La cena
Son las diez menos cuarto de una fría noche de noviembre y me encuentro sentado en la cocina, absorto, observando como mis hijos cenan. A mi izquierda se encuentra mi hijo de cinco años edad y justo enfrente de la mesa está sentada mi mujer, que tiene a nuestra bebé de pocos meses en brazos. Me observa con una mirada cómplice y me susurra “tranquilo”. Nuestros ojos brillan, pero no de emoción. La casa está oscura, en un silencio sepulcral. Cenamos a la luz de las velas.
-¡Tengo miedo papá! ¿Por qué no tenemos luz? – pregunta mi pequeño.
– Será una avería y mañana ya estará solucionado . Anda, termina de cenar y vamos para la cama – Responde mi mujer que es perfectamente consciente de que algo no va bien dentro de mi.
Subo con mis hijos y los acompaño a sus respectivos dormitorios. Intento mantener la compostura. Sonrío a mis pequeños y saco fuerzas de no sé donde para contarles historias divertidas para que no pasen miedo. Por dentro, me derrumbo. Siento como una parte de mí se ha roto de forma irreparable. No sé si voy a recuperarme de ello. Tengo miedo, estoy apunto de entrar en pánico. Me cuesta respirar.
Como si de una escena de la película “La vida es bella” se tratase, sonrío a mis pequeños. Les digo que los quiero, mi hijo me responde con un «yo te quiero más papá» que me da fuerzas para no derrumbarme ante el. Les doy un beso de buenas noches y mientras se duermen, con lágrimas en los ojos, desde mi interior les pido perdón.
Bajo al jardín intentando evitar que mi mujer me vea en este estado. Me siento en una silla, totalmente a oscuras, y en el silencio de la noche, esa fría y oscura noche de noviembre en la que debería estar celebrando que mi empresa cumplía 5 años, rompo a llorar, preguntándome una y otra vez ¿ Por qué?.
Las personas que más quiero han cenado a oscuras porque la compañía de electricidad nos ha cortado el suministro por impago.
Es en ese año, en 2013, cuando tengo una de las sensaciones más increíbles que una persona empresaria puede sentir: el éxito que lleva al fracaso. Dirijo una micropyme que en poco más de seis meses pasa de 6 a 12 trabajadores. Mi empresa se encuentra a punto de cumplir 5 años y llega a las 6 cifras de facturación en plena crisis económica. Pero no era consciente de que una cosa es facturar, y otra bien diferente es cobrar las facturas, más cuando trabajas con grandes empresas que disponen de departamentos de “compras a proveedores” especializadas en someter a los mismos. Con un grifo de crédito absolutamente cerrado por la banca, después de pagar 10 nóminas (menos la mía y la de mi socia) y miles de euros en seguros sociales; dos de mis tres principales clientes deciden que van a cambiar su forma de pago para abonar sus facturas a “60 días”. El tercero me retiene el pago de las facturas a la espera de una “negociación a la baja porque le hemos facturado un importe muy importante ese año”. La liquidez de mi empresa, que dos meses antes ya había quedado mermada, recibe el golpe de gracia y no soporta tal tensión económica. Me veo obligado a usar todos mis ahorros para afrontar los pagos de la empresa.
Y es precisamente esto último, el pagar con mis recursos las necesidades de mi empresa, es uno de los muchos errores que he cometido en mi trayectoria empresarial así como uno de los mayores aprendizajes que tengo marcado a fuego.
Estuvimos 4 días sin luz en casa y pasaron meses para poder cobrar las facturas.
«A veces se gana, y otras se aprende.»
Así fue el quinto aniversario de mi empresa. El 15 de noviembre de 2013, mes en el que facturamos más que nunca, mi empresa se bloquea económicamente por segunda vez en mi corta trayectoria empresarial. Aprendí el precio de no cobrar y el coste y la vergüenza de no pagar mis facturas. También aprendí que, como empresario, sólo tenemos a nuestro cargo a las personas más importantes de nuestra vida, nuestros hijos. Ellos, junto a mi mujer, fueron mi único sostén. Estaba rodeado de personas, pero me sentía más sólo que nunca.
La empresa creció de forma desmedida y el miedo a no poder responder a mis clientes me hizo sobrecargar la misma de recursos humanos a los cuáles me costaba un mundo mantener… pero sobre todo, despedir. El desgaste psicológico y emocional que me suponía decirle a una persona que perdía su puesto de trabajo retrasaba esta situación. Hasta que esa noche vi ante mí las consecuencias de mi cobardía.
Esa noche, la noche del 15 de noviembre de 2013 murió una parte de mí. Pero lo peor estaba por llegar.
No imaginaba lo increíblemente duros que podemos llegar a ser con nosotros mismos. Me convertí en mi principal saboteador. Mi autoestima desapareció, mi relación de pareja se tambaleaba y todo mi mundo se volvió tan oscuro como esa fría noche de noviembre. Desde ese día, tengo el convencimiento de que una persona empresaria tiene un periodo de transición, en el que va muriendo cada día. Esa transformación no es negativa ni positiva, simplemente es. Pero se construye a base de dolor. Un dolor que puede ser insoportable y es la consecuencia de las cicatrices que van marcando tu alma durante el camino hacia el que diriges tus pasos. Muere una parte de ti, pero nace otra más fuerte. La vida misma.
Vergüenza
Hemos sido criados en la cultura de la vergüenza al fracaso. Una persona empresaria siempre comparte sus éxitos, pero suele ocultar sus tropiezos. A mi me avergonzaba admitir que estaba arruinado. Después de tres años de crecimiento continuo era demasiado duro ver cómo lo que con tanto esfuerzo has creado, se empieza a derrumbar. Comienzas por no poder pagar el alquiler de la oficina, la hipoteca de tu casa, tu coche, la luz… me estrellé el mes en el que mi empresa facturó lo que no había facturado nunca. Sin apoyo económico ni financiero, el día a día se convirtió en un auténtico calvario que, afortunadamente, pude superar gracias a la captación de nuevos clientes y al apoyo de mi pareja. De los 10 compañeros que en aquella dura etapa me acompañaban en mi aventura empresarial, sólo 4 pudieron ayudarme a levantar la situación. Sin embargo, ninguno pudo “ayudarnos” a realizar la mudanza si esta no se realizaba en su jornada laboral. No hay nada como una mudanza para comprobar si las palabras “estoy contigo” y “cuenta conmigo” tienen sentido en la relación que tienes con tus trabajadores.
¿Qué es el éxito?
Resulta realmente llamativa la variedad de respuestas que puede generar esta pregunta : ¿Qué es para tí una empresa de éxito?
Uno de los grandes objetivos (y errores) que abordamos muchas personas empresarias es la imperiosa necesidad que tenemos de proyectar éxito empresarial. Frases como “El éxito atrae más éxito” es una gran mentira que ponen en el camino de la ruina a muchas personas y proyectos empresariales. Un buen coche alemán de gama alta (para dar mejor imagen), más de 200 m2 de instalaciones de los cuáles usaba poco más de 100. Un aula informática de 20 puestos en la que sólo se impartía una clase a la semana en el mejor de los casos y una carga salarial de profesionales que era incapaz de rentabilizar y que estrangulaban la liquidez de una empresa, que aún así no paraba de crecer.
Tuve que despedir a 7 personas en un mes. Trasladar una oficina de 200 metros cuadrados a otra de 60. Lo más duro no fue cargarme la mudanza prácticamente sólo.
Fue mucho más duro ver a las personas que más quieres cenar a oscuras porque tu empresa te ha descapitalizado.
La cena del 15 de noviembre de 2013 forma parte de lo que considero mi nacimiento empresarial. Una situación que removió dentro de mí todos mis pilares, principios y valores. Un acontecimiento imprevisto que me hizo tener constancia de lo que realmente significaba ser empresario. Ahora sí sabía dónde me había metido.
Es complicado replanteartelo todo cuando has traspasado la línea de “no retorno”. La vergüenza de admitir el fracaso. La soledad de la incomprensión de todos los que te rodean ofreciendo “consejos” sin calzar tus zapatos. La ilusión de levantarte y demostrarte a ti mismo que ser empresario es una cuestión de principios. Levantarse, encender las luces y mirarme al espejo; sentirme orgulloso de lo que he sido y lo que soy.
El miedo, siempre tan necesario ante el éxito como en el fracaso, me acompaña cada día. Duermo poco, y en muchas ocasiones hablo sólo; mi familia y mis amigos se van alejando, algunos van desapareciendo. O tal vez sea yo el que lo haga. Sea una u otra opción, lo cierto es que en mi adolescencia empresarial, tengo claro que como empresario, siempre caminaré solo.
Todo empezó en una cena, a la luz de las velas. Todos los que emprendemos comenzamos a forjar nuestra raza empresarial con el dolor de una situación límite. Como el ganado al que marcan a fuego en una ganadería. Todos tenemos un punto de partida en el que salimos de la plácida autopista sin peajes para elegir el camino de la incertidumbre. Sin embargo, las personas empresarias nos caracterizamos por ser muy optimistas y nos empeñamos en conseguir que, al final, todo salga bien.
Para cambiar, tienes que aprender. A veces se gana y otras se aprende.