Todos los frutos de la edad adulta están enraizados en nuestra niñez: la autoestima, nuestra seguridad, nuestra sexualidad e incluso nuestra manera de gestionar la felicidad. Un adulto con heridas de la infancia hiere a su paso, mientras que un adulto sanado sana. Y aunque a veces sintamos que reconocer nuestras heridas es una fuente de vergüenza o debilidad, debemos recordar que Dios quiere que le contemos sobre ellas para curarlas. Pero tenemos que ser intencionales respecto a nuestra sanidad: primero debemos reconocer nuestras heridas; para después tomar la decisión consciente de perdonar. Sólo así dejaremos de ser flechas rotas, para ser saetas sanadas que se elevan al Señor.